Caprichos de la otredad – El lazarillo de Tormes
Por Ricardo Yattah
Remedando a Horacio Ferrer (con su dispensa)
Las callecitas de Buenos Aires tienen ese qué sé yo, ¿viste?
Salís de tu casa, por Barrio Norte, Recoleta, Lugano o Barracas al Sur y
Lo de siempre: en cualquier calle, callejuela, calleja o callejón . . .
Cuando, de repente, de atrás de ese árbol, se aparece él . . . o ellos . . . da lo mismo
Mezcla rara de penúltimo excluido y de primer candidato al desespero, sin otro amparo
que la intemperie
La cabeza salpicada
Sin camisa, con rotosa vestimenta
Y dos medias suelas la de los pies descalzos
y una banderita de taxi libre levantada en cada mano: ¡tengo hambre!
¡Oh! ¡Oh! Parece que sólo yo lo veo.
Porque él pasa entre la gente,
y nadie le dispensa una mirada
los semáforos le dan tres luces de moribundo amarillento
y las naranjas del frutero de la esquina no están a su alcance
Y así, medio loco, me saluda, me regala un sollozo, y me dice…
Qué me va a decir . . . si ya ni siquiera dice . . .
Algo más sobre “El lazarillo de Tormes”
A veces resulta ingrata la recreación de obras que constituyen clásicos de la literatura universal (en particular, la hispánica).
Mucho se ha dicho sobre “El Lazarillo de Tormes” a lo largo de varios siglos. Obra por demás vilipendiada y no menos sobrecogedora. Pero que continúa siendo un sólido antecedente de la novela picaresca, si admitimos esta adjetivación genérica.
No es nuestro propósito ahondar en sus aspectos estructurales, ni mucho menos volver sobre el acierto narrativo de su (sus) presunto(s) autor(es). No obstante, hay un aspecto central que hace a la caracterización del personaje, que nos lleva a replantear su discutida heroicidad.
En efecto, una parte sustancial de los estudios que sobre él se han hecho, lo coloca sin más en la categoría de “antihéroe”: una versión seca y tradicional que nivela las conductas del lazarillo en el encuadre delictivo, bribón e inmoralizante. Va de suyo que esa nivelación apunta a pautas éticas vigentes en el siglo XVI en la península ibérica. Una comunidad parcelada entre la casta regia, los nobles y el populacho, con el agravante de una disímil distribución de la riqueza. O lo que es lo mismo, un nivel de indigencia de peligroso sostenimiento. Agréguense las cuestiones de la “pureza de sangre” y las quebraduras ocultas de la fe religiosa. Y el cóctel social no podría ser más caótico.
Es cierto que las conductas a las que aludimos no son comunitariamente deseadas. Pero tampoco puede negarse que las mismas son producto necesario de un panorama sombrío que impide la expectativa de un adecuado orden social.
Es en este punto donde la discusión se torna inflexiva. Los orígenes del lazarillo son exhibidos turbiamente como la impronta que marca su sino. Hay una orfandad espiritual que supera con creces el magro lazo biológico con sus progenitores. De una infancia opaca no puede esperarse una juventud ni aún una madurez brillantes. En ese sentido, la supuesta protección que puede obtener de un amo ciego o de un clérigo o de un escudero, a los que se une por imperiosa necesidad de subsistencia, no alcanzan a despejarle el camino de una vida honrosa. Máxime cuando tales protectores son apólogos consagrados de la vileza. Tampoco puede argumentarse que en aquellos momentos históricos la comunidad hispana desconociera las protestas y sus habitantes aceptaran sumisamente las desigualdades sociales. (Cuando se publica por vez primera “El lazarillo de Tormes”, ya se había producido y sofocado “La rebelión de los Comuneros”).
En tales condiciones, nos preguntamos si las fortunas o adversidades del lazarillo no son otra cosa que guijarros filosos colocados en su camino. Y, en el límite de sus vivencias, tal vez no haga más que sobrevivir. En la vida del ser humano, en situaciones extremas, la gesta fraterniza con conductas indeseables. ¿Quién se atreve a cuestionarlas en el marco de una sociedad desarticulada? ¿Y quién, a desconocer la dolorosa melodía de una épica miserable?
A la primera parte de la novela, hasta el tratado sexto, le son aplicables las reflexiones que anteceden. Cabe imaginar si las mismas son válidas para el séptimo y último de esa porción. Aquí vemos al lazarillo crecido y dueño de un patrimonio impensado, gracias a su oficio de pregonero de vinos. Lo que no obsta contraiga matrimonio con una “criada” del arcipreste local. Y haciendo caso omiso de las habladurías populares en cuanto a la honra de su esposa y de la suya propia, pretende ignorar la materia del infundio. No sabemos si lo hace por conveniencia. Tampoco podemos afirmar su ingenuidad. De ser cierta la infamia, sólo a él corresponde decidir. El final abierto no nos autoriza afirmar que, amén de su vida aventurera, matrimonialmente haya degradado aún más en el abismo.
La segunda parte de la obra no escapa a las consideraciones vertidas. En efecto, toda la extensísima saga de sus vivencias en la guerra de Argel, consagra y reafirma la superchería de quien prácticamente nacido y criado en las orillas del fango. La leyenda de los “atunes” no es más que un artilugio con que el lazarillo narra la lucha contra los infieles en las comarcas del Mediterráneo. No es fantasía “stricto sensu”, sino el modo en que un bribón imagina (o delira) una aventura preñada de extravagancia. Tal vez delirios báquicos que engalanan sus idas y venidas en un mundo de traiciones tan similar al que vivió en tierra. Hay picardía puesta al servicio de la sobrevivencia: provocación del enfrentamiento entre los mismos infieles, desangrado del enemigo, muestras inequívocas de destreza como esgrimista, protección disimulada del más fuerte (sultán), intrigas palaciegas enhebradas al amparo de la adulación, justicia práctica concebida en salvar algunas vidas condenando otras, logro de favores regios (oro y comidas a granel, esclavas en lujuria disponible, honores, reconocimiento, distinciones). Nada más que lo que él ya conoce para sacarle provecho. Y esa “metafísica de callejuelas” con las visiones de la Verdad (el mundo cristiano del que piensa no debió alejarse). Finalmente, su imperio por alejarse del mar y volver a tierra. El ardid de ser preso por las redes de los pescadores. Y su insólito peregrinaje para reencontrar a los suyos y que éstos lo reconozcan después de haberlo dado por muerto. Y entre tanta tribulación, la más grande de las satisfacciones: sus charlas en la “docta” Salamanca y la capacidad para turbar el palio con sus respuestas llenas de astucia y su secreto intento de enseñar la lengua infiel (la de los “atunes”). Con todo, regresa a la vida doméstica, dejando para después las cosas que ha más de contar. (Un nuevo final abierto y desdeñoso).
Por lo dicho, apuntamos al juicio liberatorio de un “des-graciado” frente a las alternativas que le ofrece su destino errante en una comarca que tal vez no lo comprendió (o como hoy en que en las callecitas de nuestra ciudad del Buen Ayre, tampoco se comprende o se quiere comprender a los miles de niños desposeídos con las mismas tribulaciones del personaje aludido).
¡Cuántos lazarillos de Tormes encuentro cada día en mi divagar por la ciudad!
Ramiro Barca
Marzo 2010